Una noche trataba yo de imaginar la máscara en ese último sueño, quizá descifrar qué significado tenía y por qué estaba junto a una luna. En ese preciso momento, vino él a acompañarme, como era ya su costumbre, a la misma hora. Afuera empezaba a llover y las pequeñas luces de las otras casas se difuminaban como si uno comenzara a soñar de nuevo. Me miró en silencio por un breve rato, y se sentó cerca de mí. Le mostré el dibujo que acababa de hacer, y le expliqué que aun intentaba descifrarlo. Le comenté también que faltaban algunos detalles del sueño, como el encuentro con aquel lobo enojado y moribundo. Tomó el dibujo y lo miró detenidamente; luego me dijo:
—La máscara y la noche. ¿Acaso la máscara contempla a la noche, o es la misma noche quien la contiene a ella? Puede uno quedarse mirando por una ventana tratando de resolver tales cuestiones; mientras tanto, muy dentro se sigue dibujando los otros sonidos que no se soñaron.
Lo miré, y entonces comencé a contarle el resto del sueño:
—El lobo nunca me hizo daño, de hecho en ningún momento tuve miedo de él. Me acompañó por un largo camino desierto y me confesaba que debía ir a arrancar unas flores extrañas en tierras lejanas. Por ratos interrumpía su narración y se apartaba de mí; aullaba y relinchaba desquiciado del dolor. Lleno de furia parecía que trataba de quitarse algo de encima. Luego regresaba al camino, exhausto, mirándome con mucha más ira. Seguimos caminando y hablando tranquilamente. Me dijo que mi piel no era para sus garras, y que a pesar de que yo lo detallara con esmero, jamás lograría dibujarlo. En ese instante se detuvo y señaló a un lado del camino. Me dijo que ese paisaje sí se me permitiría dibujar, mucho después de despertar. Una enorme máscara estaba en lo alto de una lanza gruesa junto a una pequeña luna oscura. Nada se escuchaba en aquel lugar. Cuando miré de nuevo a mi lado el lobo ya había desaparecido y yo desperté... Es la tercera vez que tengo el mismo extraño sueño, pero hoy me dispuse al fin a dibujar aquel paisaje.
Él por su parte no me decía nada y sólo miraba el dibujo. A los pocos segundos me lo devolvió y me dijo que la imagen le inquietaba y que ya debía marcharse. Cuando estaba muy cerca de la puerta me miró y me pidió que no me preocupara por el lobo, que pronto tendría oportunidad de sobra para dibujarlo. Lo miré desconcertado buscando alguna explicación, pero él nada decía. Justo al cerrar la puerta me miró de nuevo y me aconsejó que antes de acostarme siempre mirase debajo de la cama.
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